Y los hijos que en ellas tenían los criaban con mucho regalo hasta los 12 ó 13 años y luego se los comían.
El Inca Garcilaso de la Vega
Abajo, en las aldeas, me llaman Zupaycama, y soy un dios. Vivo en la montaña Yawar, rodeada de un río donde dicen que descansan los restos de los cobardes. Tengo el poder de invocar al rayo y quebrar árboles, pero no siempre fue así. Con el tiempo entendí por qué venían los aldeano de debajo de las nubes; traían conejos, perros, lagartos (las aldeas prósperas incluso traían llamas) y los sacrificaban ante mi recinto, una cueva triangular formada por dos peñascos que se quebraron – como cortados por un cuchillo celeste – de los acantilados de más arriba de la montaña. Los sacrificios son olorosos; cocinan la carne, la rocían con aceites, le agregan frutas y plumas de aves, y la mejor porción me la dejan sobre platos de madera afuera de la abertura de mi recinto. Cantan. Bailan. Me gusta. Cuando regresan al día siguiente, el plato de madera ya no está. Y cuando dejan de visitarme por una semana, convoco al rayo contra sus casas; no siempre acude, pero cuando lo hace, y sus aldeas quedan calcinadas en venganza, regresan pavorosos a pedirme perdón y piedad.
Todo esto fue antes de la llegada voraz de los hombres de rostro peludo, incluso antes de la llegada sanguinaria de aquellos reyes que pretendían ser hijos del Sol.
Algo recuerdo de mi vida pasada, mi vida mortal. Nací a orillas de un lago donde no para de caer un relámpago. Los aldeanos de alrededor creen que de allí nace el mundo, y que se expande un poco más cada vez que aquél relámpago impacta una vez cada parpadeo de ojos. Dudo haber viajado, o haberme convertido en chamán como uno de mis antiguos ancestros, aunque mi madre parece haber heredado el poder de contemplar el futuro en sueños. Soñó alguna vez, por ejemplo, que un cóndor de cien garras descendía de las montañas y se llevaba a todos los niños de la aldea. Yo entonces no era un niño, sino un guerrero de temple vestido con la piel del jaguar, o algo así; y mi madre no era ninguna jovencita, sino una anciana, la más anciana de la aldea. Todo el mundo le creía todo lo que decía, porque había predicho sequías, inundaciones y lluvias de ranas. Pero al cóndor de su imaginación nadie lo entendió por varios ciclos.
Una noche alrededor del gran fuego cantábamos a la luna y al murciélago, cuando cayeron sobre nosotros cien guerreros imprevistos, violentos, impunes. Luché, pero mi lanza se había perdido, y un enemigo agarró a mi hijo por un hombro y apretó el filo de su piedra contra su tierno cuello. Desarmado de cuerpo y alma, me rendí. Al amanecer, mientras todos éramos llevados a la fuerza lejos del lago, se descubrieron las plumas de cóndor que vestían nuestros captores. Subimos las montañas por dos o tres o cuatro días, hasta una aldea a orillas de un río curvo. Separaron a mi madre y a mi esposa de mi mano, las encerraron en una choza con las demás mujeres. A los hombres nos apretujaron en una cueva y nos cerraron la salida con troncos. Lloré con mi niño entre brazos, le prometí que la luna y el murciélago nos sacarían de aquél atolladero. ¿Pero cómo lo iba a convencer de tamaño embuste, cuando todas las noches se oían los cantos macabros de los hombres vestidos de cóndor al tiempo que también se oían los alaridos de alguna mujer? Pensé lo peor… Nos fueron sacando de tres en tres todas las noches, hasta que una noche entre las noches me tocó a mí. El guerrero de rostro agudo y mirada cruel aceptó que trajera a mi hijo conmigo, pues no deseaba ni por un parpadeo de ojo separarme de él. Y con nosotros, sacaron también al cacique de nuestra aldea, a quien creíamos inmune al miedo. Éramos unos ingenuos.
Fuimos los tres atados a troncos erectos contra el cielo. Desde mi posición intenté consolar las lágrimas de mi hijo, pues estábamos ante un gran fuego y el piso estaba lleno de calaveras y otros huesos… era obvio, eran los huesos de las mujeres. Entendí que había llegado nuestro fin, el fin de mi familia, del clan que tenía como ancestro a un poderoso adivino. Y aunque la inminencia de lo que estaba por sucedernos era demasiado abominable como para narrarla antes de tiempo, lo que más me molestaba era el llanto cobarde y servil de nuestro cacique, del cual se rieron los hombres cóndor, para humillación de nuestro pueblo; también sus mujeres y sus niños. Procedieron, entonces, con el ritual. Bailaron, cantaron, y un chamán de mirada animal se acercó a nuestro cacique con una piedra filosa, y empezó a cortarle tajos de la pierna en medio de sus gritos y los cantos de los cóndores. Su piel era cocinada en el fuego, repartida y devorada. Lentamente continuaron rebanándolo aún con vida, de abajo para arriba, lentamente estaba siendo sepultado en los estómagos de aquellas fieras insensibles. Cuando el chamán alcanzó las vísceras, no había forma de que sobreviviera mucho más, hasta que de nuestro cacique no quedaron sino los huesos, los cuales apilaron, y a la mañana siguiente fueron en procesión a arrojarlos al río.
Pero para ese entonces yo también había muerto, también mi hijo, sepultados en los estómagos de los caníbales. Aunque hay una diferencia: mientras que nuestro cacique – a quien creíamos inmune al miedo – no detuvo su llanto ni sus súplicas por un instante mientras se lo iban comiendo, yo mantuve el temple incluso cuando veía una atrocidad perpetrada contra mi hijo, luego contra mí, y podrá decirse que no moví un músculo de mi rostro, encerrando dentro de mi pecho todo el horror y todo el odio sin dejarlo escapar. Por ello mis huesos y mis nervios no fueron arrojados al río, sino que los llevaron en procesión hacia la montaña, más allá de las nubes, donde hallaron una cueva triangular formada por dos peñascos quebrados de los acantilados, y allí los enterraron junto con los huesos y nervios de mi hijo. Desde entonces, maravillados por la templanza de mi carácter, todavía hoy acuden a mi recinto donde sacrifican animales y me cantan y me bailan y me llaman Zupaycama, y no saben que mi hijo se convirtió en el rayo. Y era tanto el miedo que nos tenían, que hay veces en que traen a sus propios hijos, y ante nuestro recinto los sacrifican…
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