El aliento de esperanza que comparte Boris Schoemann interpretando a Bashir Lazhar, a cargo de la dirección de Mahalat Sánchez, impacta debido a la sugerente crítica contra la normalización de la violencia estimulada por las instituciones que conforman nuestra sociedad actual. Siguiendo las líneas de Évelyne de la Chenelière, en la propuesta se entrelazan la docencia, el exilio y los resultados de la práctica de un lenguaje que no alcanza a conservar su inocencia ante cualquier acto de esa naturaleza.
En cualquiera de sus manifestaciones, el hecho violento impacta desde los niveles más básicos hasta los más complejos de la formación humana. Los más pequeños las ejecutan de manera lúdica dentro de las aulas y los mayores, ya como prevención o como respuesta, la practican ante sus iguales y en la medida en que jerárquicamente se integran sus grupos. En la representación, esas relaciones se cuecen desde el colegio o llegan a él de manera inefable, y la mirada de Mahalat revela la importancia que ese universo tiene actualmente. En el docente, refiere la representación, recae la estimulación de la inteligencia y el propósito que cada estudiante hallará para su existencia. Sin embargo, la ejecución de Boris desnuda hasta médula y de manera amarga la imagen que se tiene de esos seres cuya figura de representación actual es la fragmentación.
A través de la metáfora de la existencia como conjunto de experiencias reguladas por el sistema educativo, Schoemann da vida a un protagonista, exiliado argelino, residente en Canadá. El personaje, fragmentado por la violencia de su lugar natal, llega a tierras norteamericanas indocumentado. Ha decidido que uno de los mayores bienes de la trascendencia humana es dedicarse a la docencia de la lengua que domina. No obstante, a su llegada, descubre que dentro de ese círculo de relaciones institucionales la figura del ser mítico se ha vaciado hasta quitarse la vida; se ha consumido hasta solicitar la sustitución irreparable del sujeto, pero reparable para conveniencia de la maquinaria institucional, y continua todavía más fragmentado que en el principio.
Al margen de los anhelos de enseñanza, el docente, engullido por el sistema, expone sus fibras más sensibles. Quien ha ejercido este oficio sabe que, sin importar la materia que se imparta, el lenguaje debe cumplir la función de transmitir un mundo cuyas posibilidades de realización futura para los estudiantes se presenten, por lo menos, decorosas; y de mediar entre el deseo de enseñanza y las imposiciones administrativas. Poseer palabras es tener la capacidad de nombrar el mundo, definirlo, explicarlo, jugar con él; en esencia, de hacerlo propio. Docentes y estudiantes experimentan estados de crisis cuando esas palabras se vuelven extrañas. Entonces lo inasible se vuelve nocivo y personal debido a que no se halla cómo o qué lugar colocarlo, y lo más común, queda la impresión de que se ejerce violencia o que se es víctima de un acto violento.
Pero el lenguaje no es el mismo para todos. La palabra articulada para la física, biología o administración acota un mundo distinto que para alguien que, por propia decisión, prefiere reflexionar sobre su origen, uso, alcance y consecuencias. Mientras que para los primeros, la combinación de signos emitidos de manera gráfica u oral es una medida de superficie o aceleración; de catalogación orgánica u optimización de procesos, para quien pierde el tiempo enseñado lenguas, la palabra es un instrumento que coloca al ser en armonía con un contexto comunicativo específico.
El docente de lenguas, en este sentido, se presta para tipificar un sujeto polémico, cuya habilidad reside en producir mensajes que el sistema educativo desea erradicar de las Aulas, pero que irónicamente son utiles frente a los estudiantes. Bashir es el continente de un estilo y bagaje cultural inagotable; cariñoso, pero enérgico; realista y debastador; irónico y sarcástico. El profesor se descompone en fragmentos cuya unidad es la imposibilidad para cambiar el estado de las cosas en el mundo; lo que es más, se observa obligado a modificar su discurso habituándolo al silencio y a la condescendencia porque todo profesor necesita trabajo y una palabra colocada en pensamientos libres, críticos o debatibles tiene consecuencias graves, por lo menos la de perder ese empleo que quizá sea muy necesario.
Existen algunos acasos. La presencia del estudiante que ante el estado de las cosas abre bien los ojos y utiliza el lenguaje con la misma libertad, aunque con más inocencia que el docente. Como sea, el sistema también antenderá la contingencia y remitirá al docente la necesidad de regular el discurso subversivo. Siempre haciendo caso omiso de las muestras de talento del estudiante, de su habilidad para sinteitzar el mundo; del asombro que provocan sus preguntas; en consecuencia, no existe la posibilidad de evitar pensar con los personajes que, anuque nuestra escuela sea la más hermosa del mundo, es una lisiada de los mecanismos institucionales que normalizan la violencia.
Quedará claro que, de acuerdo con Boris y Mahalat, para que exista una reflexión profunda sobre la realidad de cualquier institución educativa se debe partir de observar detalladamente las consecuencias de algo que debe terminar, pues en ellas está el origen de nuevos propósitos para la existencia. Más no es necesario esperar que en la realidad estalle el grito de ayuda de los estudiantes o un acto de desilusión que haga que un docente se quite la vida como en la ficción.
Centro Cultural Helénico – Foro La Gruta
Horarios: del 24 de junio al 29 de julio de 2024
lunes , 20:00 a 21:15 hrs.
Duración: 75 minutos
Costo: $155.00