La sencillez de la adaptación de Los locos de Valencia que realizan el director y los comediantes de la compañía de teatro de la Escuela Nacional es el decoroso resultado de lo que difícilmente se logra con el teatro aurisecular hispánico. Cohesionar las partes de un modelo de representación perdido, apenas sugerido textualmente en discusiones académicas, resulta un ejercicio imaginativo que requiere disposición de ánimo para transformar la difícil dulzura de la prosodia clásica de este teatro en comunicación efectiva de estados de ánimo que disfrazan genuinos y actuales conceptos filosóficos. Hace falta trabajar su reflejo gestual, el acelerado o lento ritmo dramático; el movimiento escénico de los cuerpos, que no se salga de control el cuadro escénico; olvidarse de los efectos de luz y creer, porque es cuestión de fe hacerlo, que la caída del sol en el horizonte irá determinando la solución del conflicto dramático.

No hay nada que reclamarle a la propuesta escénica diseñada por Antonio Algarra, ni los recortes al texto, que bien útiles son para dar gusto al vulgo fiero, pues los factores que constituyen la teatralidad de la pieza de Lope, más allá de los aspectos teóricos, están trabajados de manera magnífica por los actores que transitan esa extraña arquitectura de corral isabelino. 

Admiración causa la apertura musical y festiva con la que se presenta el conflicto principal. Floriano, huyendo de la Justicia, pues cree que ha dado muerte al príncipe Reinero, busca ocultarse en un hospital con ayuda de su amigo Valerio. En este lugar conocerá a Erífila, a quien su criado Leonato le ha prometido amor, sacándola de la casa de su padre alevosamente para robarle sus pertenencias. Dentro del Hospital Floriano y Erífila se conocen y travesarán un camino en el que los afectos, para estar conformes, entrarán en conflicto con otros personajes que igualmente fingirán amor. 

La locura, el amor y los celos se irán sucediendo a la vista y a los oídos hasta formar un cuadro completo en el que se observan intercaladas bromas con doble sentido, sentencias neoplatónicas sobre el descontrol que supone estar enamorado; excesos mímicos, acrobacias y deslices. Conviene recordad que “si está enferma la cabeza, el cuerpo todo lo padece” y que este teatro formó parte de la cohesión social de una época en la que divertirse presuponía también algún tipo de aprendizaje. 

Qué es entonces lo valioso en nuestros días, que no tenga qué ver con lo antiguo y que bien pueda ser entendido de una obra, cuyos espectadores más rancios seguirían con texto en mano, y cuyas particularidades han desprendido durante mucho tiempo reflexiones de especialistas en teatro aurisecular en todo el mundo. Tal vez convendría recordar que Lope pretendía llegar al espectador, a quien denominaba ‘bestia fiera’, pues este es quien tenía la última palabra sobre el éxito de cualquier composición que se llevara a las tablas en su época. El espectador de hoy puede detenerse a pensar cuántas veces ha disfrazado sus afectos para obtener ciertos beneficios de otras personas, cuántas veces ha manipulado situaciones amorosas que de pronto parecen salirse de control; puede también pensar cuántas veces alguna autoridad ha tenido que mediar entre las partes de un conflicto de pareja para resolverlo; puede preguntarse si le gusta ser amante o ser amado, o si oscila entre ser amante y ser amado. Si vale discutir para este teatro, anclado fuertemente a una figura paternalista, monárquico-señorial, cuestiones de género, revise con atención la libertad con la que los personajes femeninos enredan y desatan las pasiones de otros personajes.

Todos estos aspectos de los que parece que la sociedad contemporánea está agotada, son traídos a colación por este maravilloso divertimento que asombra, incomoda, divierte y endulza el alma de los espectadores. Escuche, pues, a Lope y repítase con la voz de su Floriano a modo de dignificación hiperbólica de uno de los sentimientos más comercializados por la humanidad “Bien dicen que es accidente/ lo que pasa fácilmente/ por la vista al corazón. 

Foto de portada: CENART

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