Hubo dos hombres, uno llamado Kyartan Tryggvalson, el otro Gudmund Osvifson. Los dos se odiaban. 

Gudmund, yarl de la isla de Utsten, intentó matar a Kyartan, yarl de la isla aledaña de Avaldsen, ambas del reino de Noruega. Gudmund había querido casar a su primogénito con Astrid, la hija de Kyartan – famosa por una exótica belleza heredera de la piel mora de la esclava favorita que Kyartan se había traído del asalto a Sevilla –, y así resguardar el mar inmediato para la navegación y la pesca y las correrías de los hombres de Utsten bajo su protección. Kyartan había aceptado, se habían intercambiado regalos y establecido juramentos, se habían hecho comilonas en los salones de una isla y la otra, se había bebido cerveza y vino en certámenes en honor a la insaciable sed de Thor y comido jabalí en cantidades desmedidas en honor al insaciable hambre de Loki. Cuando todo parecía concluido, la joven, bella, irresistible Astrid huyó a Islandia con un sujeto del fiordo Sogne, donde corrió el rumor de que, perdidamente enamorados por el encanto de Sjöfn, se casaron. 

Gudmund pidió reparación. Kyartan se la negó. Gudmund lo retó a un juicio de duelo ante el rey. Kyartan lo desconoció. Y cuando llegó a oídos de Gudmund que Kyartan no había estado del todo opuesto al escape de su hija a Islandia – lo que respondía a dudas legítimas sobre cómo Kyartan apenas y había procurado recuperar a su hija –, Gudmund envió hombres a asesinarlo. Pero el plan de entrar al salón de Kyartan disfrazados de mendigos buscando alimento y matarlo con cuchillos escondidos debajo de los harapos fue descubierto por la esposa de Kyartan, de quien decían tenía visión profética descendida de la diosa Fula, la que comparte los secretos de Frigg, pitonisa de dioses y santa esposa de Odín. Los hombres fueron capturados, torturados, y se desencadenó una guerra de venganzas marinas en la que no pocos familiares de Kyartan y Gudmund hallaron la muerte por la espada, el cuchillo o la cuerda. Sus cuerpos no eran hallados porque eran arrojados al mar. Los dos que no murieron fueron Kyartan y Gudmund, y así creció su odio hasta alcanzar los oídos de Jaimdall, que escuchaba en meditación sus dos corazones palpitar de rabia. 

Pero las nornas no tenían para ellos preparada la muerte en mutua batalla: Gudmund murió primero; atravesado por una flecha vikinga que, en emboscada mientras se bañaba en un pozo bajo un fresno, le penetró el corazón, pero no lo suficiente como para no dar última batalla junto a sus hombres y llevarse consigo a tres de los asaltantes. Kyartan, en cambio, alcanzó la vejez, y preocupado con no ver nunca las puertas de Valjala, aterrado en cambio por contemplar tras su vida las puertas de Eliudnir, comer del manjar hambre y vivir del cuchillo hambruna (las armas de la horripilante Jel), se practicó el ritual de la lanza, se perforó cien heridas y se entregó a Odín en una lenta penuria desangrada. Su cuerpo fue sacado en mantas del santuario del dios de los cuarenta y nueve nombres y siete nombres más, puesto en un barco junto a todas sus riquezas y fúnebremente incinerado junto a sus esclavas, todavía vivas. Sobre los restos carbonizados levantaron un túmulo, y en la noche después de que el ritual estuviera terminado, unos pastores de ovejas venían de regreso del bosque y contemplaron una abertura brillante en la base del túmulo y alrededor varias mujeres a caballo vestidas con capa y capucha. Cómo supieron que eran mujeres si traían el rostro cubierto: sus instintos se lo dijeron, y los pastores huyeron aterrorizados. 

Kyartan Tryggvalson salió del túmulo y no halló dieciséis mujeres encapuchadas, como vieron los pastores, sino dieciséis valkirias de luz resplandeciente con armaduras de oro y caballos plateados. Lo rodearon y a un momento cabalgaron sobre el aire, y el alma de Kyartan flotaba entre las damas de albor. Ya alcanzaban el primer cielo cuando vieron, en medio de una formación de nubes inmensas cual pilares de mármol, un puente odinesco de colores brillantes y de fuego. Cabalgaron por el puente hasta dos pilares de marfil emplazados sobre el cielo, y una reja de plata detrás de la cual había un salón dorado de tamaño descomunal. La reja de plata se abrió, y en medio Kyartan contempló al dios de los dientes de oro que es capaz de oír al pasto crecer, inmenso como una montaña, vigilante de Asgard, enemigo de lobos y gigantes, dueño del enorme cuerno destinado a sonar a las puertas del fin del mundo. Pasaron por entre sus piernas, así de inmenso es Jaimdall. 

Las valkirias lo llevaron a través de un país de verdor absoluto, prosperidad inconcebible y paz guerrera. Llegaron a un salón tan alto que su techo se perdía por completo en el empíreo. Por su puerta podían cruzar en línea cuatrocientos hombres armados. Una vez adentro, Kyartan contempló abrumado como el techo eran miles de escudos de guerra entrecruzados, como de las paredes colgaban decenas de miles de lanzas, de tal forma que cualquiera que quisiera sólo tenía que extender la mano para agarrar un arma, y de que todo lo que se decía de Valjala era verdad. Había centenares de cuartos e incontables gentes, muchos – como indica el Edda – se dedicaban a juegos, otros a comer y beber, la mayoría a duelos de combate.

Las valkirias condujeron a Kyartan a un salón thóreo donde había centenares de mesas y parecía que hubiera decenas de miles de hombres sentados comiendo y bebiendo y platicando alegremente. Gunn, la valkiria, dio un paso al frente, con una cuera sonó una gran campana y el bullicio, de pronto, quedó en silencio… Entonces la valkiria dijo con una voz que resonó en la inmensidad del salón que había llegado un nuevo guerrero, “y su nombre es Kyartan Tryggvalson. Recíbanlo los einjeryars con honor y dignidad.” “¡Honor al Todo Padre Odín!” dijeron todos al unísono en un grito ensordecedor levantando las copas y los cuernos. 

Las valkirias lo condujeron a un sitio en una mesa donde había muchos otros hombres que hablaban de sus hazañas de combate y de cómo se preparaban para luchar cuando viniera el lobo. Muy interesados, preguntaron a Kyartan sobre su vida, sus mujeres, sus comilonas, sus campañas, sus batallas. Las valkirias venían cada cierto tiempo y rellenaban las copas con el vino de la inagotable cabra Jaidrun y la carne del eterno jabalí Sæjrimnir. Al fondo del salón, muy a lo lejos, había una luz que brillaba intensa como el sol, y que resultaba doloroso contemplar directamente. “¿Qué es eso en el fondo?” preguntó Kyartan. “¡Ese es el Todo Padre Odín!” respondieron varios. “No lo logro distinguir” dijo Kyartan. En efecto, podía distinguirse un trono y la figura nebulosa de un hombre que se perdía en la intensidad de la luz. De pronto todos se levantaron maravillados y vieron hacia un lado y comenzaron a vitorear de alegría. Kyartan no sabía a quién veían, y muchos le dijeron “¡Freyia! ¡Es la hermosa Freyia!” Y apenas vio Kyartan la silueta de una mujer en pie de guerra entre los miles einjeryars, un aroma dulcísimo la seguía a donde iba. Cada cierto tiempo las valkirias detenían con la campana el banquete y anunciaban a otro guerrero, y todo volvía al inacabable ambiente festivo. Entonces sonaron truenos y brillaron por las ventanas rayos fulminantes, e incluso la tierra vibró por el golpe de cascos inmensos de carneros. “¡Thor sale de expedición!” gritaron en un lugar, y muchos einjeryars se vistieron para la guerra y salieron para seguirlo. Cuando pasó una presencia sombría, alrededor hicieron silencio y miraron a los lados. “¿Qué acontece?” dijo Kyartan. “Es el padre del lobo, Loki, que anda vagando entre los comensales” dijeron. 

Fue cuando otro einjeryar se sentó al frente de Kyartan con la actitud de conocer Valjala desde hacía mucho tiempo: el hombre era Gudmund Osvifson… Ninguno de los dos esperaba encontrarse con el otro. Se miraron en silencio. El odio no había mermado, tan sólo había sido temporalmente olvidado. Los einjeryars se dieron cuenta de la tensión ocasionada por aquél encuentro de miradas. “Te he esperado,” dijo Gudmund, “y como luego de cuarenta años no te volví a encontrar, pensé que habías muerto de vejez y de ignominia, y que te encontrabas en el salón de Jel padeciendo con los cobardes.”

“Te equivocas,” dijo Kyartan. “Supe que moriste a traición y no luchando. Pensé que desde entonces te hallabas tú en el desierto patético de Nifljaim.”

“Te equivocaste, aquí estoy,” dijo Gudmund, “y todavía no he olvidado lo que le hiciste a mi familia tras el rapto de Astrid. Siempre quise preguntarte, ¿lo hiciste para humillarme? ¿Y para luego justificar la guerra que llevó a tantos de mis familiares a Jel?” 

“Tu familia no merecía mayor consideración que la que le di,” dijo Kyartan.

“¡Te vas a tragar tus sucias palabras, Tryggvalson!” dijo Gudmund levantándose con violencia.

“Te patearé, si es necesario, desde Valjala hasta el mismísimo reino de Jel, si me vuelves a retar de esa manera,” dijo Kyartan apretando los puños, “y allí serás presa eterna de las fauces de Fenris…”

Al Kyartan mencionar el nombre del lobo, la totalidad de Valjala quedó en silencio. Todos los presentes voltearon a verlo. Todos sabían que era el nombre que vaticinaba la muerte de Odín, y nadie se atrevía a mencionarlo…

Un einjeryar con autoridad intervino y dijo “Aquí no se resuelven los problemas de la vida pasada con palabras necias. ¡Se resuelven a combate! ¡Gudmund Osvifson y Kyartan Tryggvalson, salgan con todos a las batallas!”

Sonó un cuerno que envolvió la totalidad del salón, y como listos para una batalla, la totalidad de los einjeryars marcharon fuera, armándose en el camino con petos y cascos y escudos, agarrando lanzas y espadas y hachas. Gudmund se armó con una espada mandoble, Kyartan con una lanza y un escudo. Afuera de Valjala se extendían campos inacabables de pasto donde los miles de einjeryars procedieron a combatir, simular batallas, practicar maniobras. Los testigos del pleito entre Kyartan y Gudmund los acompañaron hasta un claro y les dieron espacio.  

Gudmund cargó con furia levantando la espada mandoble, pero Kyartan era hábil y ligero, hincó las rodillas y esquivó el golpe transversal. Con el escudo lo golpeó en el estómago, y la lanza prometía enterrársele en el estómago, pero no perforó el peto de acero de Gudmund. Gudmund intentó un puñetazo en el rostro, e impactó. Kyartan dio tres pasos hacia atrás aturdido, y vio la espada enorme venirse contra su cráneo; veloz, se echó a un lado, rodó por el suelo y evitó el filo. Gudmund intentó pisarlo, Kyartan puso el escudo y con ayuda de la lanza se levantó, Gudmun intentó punzarlo con la punta de la espada, Kyartan la apartó con la lanza, Gudmund intentó tumbarle el escudo de un golpe, y funcionó, pero Kyartan tenía la lanza preparada como la cola de un escorpión, y de un ataque feroz le penetró por una clavícula; pero no fue sangre la que brotó del cuello, sino un rayo de luz que lo deslumbró. Gudmund, todavía en pie, sujetó el mango de la espada con ambas manos y se la lanzó con todas sus fuerzas. La espada giró en el aire, giró, hizo un ruido funesto y vino a enterrarse en el pectoral de Kyartan a la altura de los intestinos. Se enterró completita, la mitad de la hoja le salía por la espalda; pero no era sangre la que brotaba por su herida, sino dos rayos de luz, uno por adelante y otro por detrás. Kyartan cayó al suelo. Gudmund se acercó, agarró la espada por el mango, y se la desenterró. El dolor fue punzante, horrible, honorable. Kyartan sentía morirse de nuevo. 

Gudmund cayó de rodillas a un lado de él con la mano en su herida del cuello brotando chispas. Ofreció la otra mano a su rival para ayudarlo a levantarse, y cuando su rival la agarró, le dijo: “Bienvenido a Valjala, el país de los eternos, el salón de los valientes.” 

Y ambos regresaron a los salones de las comilonas convertidos en mejores amigos, amistad sellada de por vida en el combate, y así permanecieron, entre comida y bebida y batalla, preparándose para el día final, el Ragnarrok, cuando las huestes de gigantes invadirían Asgard liderados por el lobo, el día en que la muerte, finalmente, alcanzaría a Odín.

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