En cuya reverencia hacían los sucesores grandes sacrificios al sol, de ovejas y de otros animales. Y nunca de hombres, como falsamente afirmaron Polo y los que lo siguieron.

El Padre Blas Valera

Entró al templo con el rostro temblando, en la topacia penumbra caminó hasta la cortina, se arrodilló, se jaló las cejas, sopló los pelos que se había arrancado, como hacía siempre en honor al Inca. 

“Señor mío, señor mío, tu hijo ha muerto. Nuestro hijo, mi bebé, ha muerto,” decía llorando. “Lo mató el malnacido de tu nieto. Señor mío, llama a tus guerreros de piedra, llámalos del norte para que vengan y venguen a mi hijo. Señor mío, no dejes que las atrocidades de Huáscar destruyan tu reino de cuatro partes… ¿Por qué no me hablas? ¿Por qué no dices nada? Huáscar mató a mi hermano, mató a mi esposo, y hoy añade una atrocidad a mil matando a mi hijo, a tu hijo. Huáscar mata a tus hijos. Llama a los guerreros de piedra para que castiguen al malnacido.”

Recordó las ejecuciones en la gran plaza frente al templo del Sol. Cien esposas enviudaron ese mediodía. Recordó los gritos desbocados del Inca desde su trono de oro ordenando al hacha caer contra las frentes de los nobles guerreros, y la sangre fluyendo como ríos entre los resquicios de las piedras. Miles de aves volaron ahuyentadas de los árboles en derredor. 

“¡Señor mío! ¡No puedo con tu silencio! ¿Por qué tu estirpe ha sido abandonada por Viracocha? ¡Tu padre, nuestro padre, cantó las canciones de gloria al coronado con el Sol! No me abandones ahora…”

“¿Me trajiste lo que te he pedido?” dijo la voz de él del otro lado de la cortina.

“Señor mío, aquí está, como me lo has pedido,” ella jaló una cuerda, y del otro cuarto entró una cabra con la soga al cuello. Ella abrazó la cabra y con una mano sacó el cuchillo de hueso. “Señor mío, ya no hay sacerdote que te haga el honor. Todos han muerto.”

“Rinde tú los honores, querida,” dijo la voz de él del otro lado de la cortina.

Ella agarró la cabra por un cuerno, el miedo la dominaba, el cuchillo temblaba de duda y rabia. “Señor mío, muéstrame el porvenir, y a cambio te entrego esta cabra,” dijo ella al punto que enterraba el filo en el cuello. Sangre salió disparada y le manchó el vestido a la altura de los senos. El animal cayó muerto. Ella empujó el cuerpo espumante, la mitad quedó debajo de la cortina, se alejó de rodillas y esperó. Él arrastró la cabra desde el otro lado de la cortina. Ella esperó.

“Mi otro nieto corre peligro,” dijo la voz de él del otro lado de la cortina. “Envía un mensajero a Quito. Que se prepare porque pronto saldrán a su encuentro un puñado de asesinos.”

Ella obedeció corriendo.

Días después, un ejército inmenso de guerreros marchó por la gran plaza de Cuzco. Ella lo vio desde una terraza del palacio horrorizada por lo que aquello significaba, y oraba en su fuero interno porque el mensajero llegara a tiempo a los oídos de Atahualpa. Ante las gradas del templo del Sol, brillaba el trono del Sol en el que Huáscar supervisaba el orden de su enorme amenaza. 

“Señor mío, guerreros han llegado a Cuzco. Huáscar quiere la guerra. Señor mío, ¿dónde están tus guerreros de piedra?”

“¿Me trajiste lo que te he pedido?” dijo la voz de él del otro lado de la cortina.

Y ella mató a una oveja en honor al Inca. Él la arrastró del otro lado de la cortina. 

“Se avecinan batallas terribles,” dijo la voz de él del otro lado de la cortina.

“Señor mío, ¿qué va a pasar con mi hijo? ¿Asciende su ánima a la presencia de Viracocha? ¿Vas a vengarlo? Mi hijo, nuestro hijo, señor mío, tenía sólo diez años…” dijo rompiendo en llanto. “¡Dale la victoria a mi primo Atahualpa, para que castigue al malnacido por sus mil crímenes contra tu reino de cuatro partes!”

“Querida,” dijo la voz de él del otro lado de la cortina, “El Creador, el Señor del Lago, Viracocha el Proveedor, el Industrioso Viracocha, de ropas radiantes… tiene en su plan un revés inesperado. Tu hijo será vengado. Pero también los vengadores serán castigados. Querida, tráeme una llama. Deseo beber sangre de llama antes de la calamidad que le depara al Tahuantinsuyo.”

“¿Calamidad? ¿De qué hablas, señor mío? ¿Cómo puede haber más calamidad que la que ya tus hijos han sufrido a manos del malnacido Huáscar? Dímelo, por favor.”

“Querida mía, mi amada, última de mis fieles, los dioses se desvanecen de mi vista. Ya no los puedo ver,” dijo la voz de él del otro lado de la cortina.

Ella lloraba, “¿qué significa esto, señor mío? ¡Lo que me dices es demasiado terrible!”

“Querida, incluso cuando todo esté perdido, quiero que me digas que siempre serás mía,” dijo la voz de él del otro lado de la cortina.

“Señor mío, cómo puedes preguntarme eso. Hasta en las sombras de la subtierra, siempre estaré contigo.”

Pasaron los días y llegaron noticias de batallas y masacres y ciudades desoladas. En el palacio corrieron rumores de nobles que huían a las filas de Atahualpa. Luego vino la lluvia, los ríos crecieron, se dijo que un rayo había fulminado al gran sacerdote de Ollantaytambo, que el rostro del Creador había desaparecido de la montaña. Cayó también una muerte invisible que mató a cusqueños en números que no cabían en las cuerdas.

“Señor mío, ¿es esta la tragedia que me augurabas? ¿Qué dios ha desencadenado esta corrupción de la piel que mata a tus hijos? Mueren cien todos los días, se apilan sus cuerpos en cerros afuera de la ciudad. Esta no es la venganza que te pedí…”

“¿Me trajiste lo que te he pedido?” dijo la voz de él del otro lado de la cortina.

“Señor mío, te he traído una llama bebé, de la más pura lana.” Y jaló la cuerda amarrada al cuello de la llamita. 

“¡Dame de él!” dijo la voz de él del otro lado de la cortina.

Ella agarró el cuchillo, ahora firme, convencido, y de un tajo degolló a la víctima. Él la arrastró al otro lado de la cortina, y ella esperó.

Entonces la voz de él del otro lado de la cortina dijo: “Quítate la ropa.”

Ella se puso de pie sin dudarlo por un segundo y se desvistió hasta quedar completamente desnuda.

“Ven a mí,” dijo la voz de él del otro lado de la cortina.

A paso cadencioso ella se acercó, se llevó la mano al cuello para aliviar el dolor que le causaba un nudo en la garganta, y cruzó hacia el otro lado. Entonces vio al Inca, erguido, orgulloso, los brazos fuertes del guerrero, la mirada bruna del valiente.

“Acércate a mí,” dijo él.

Y mientras ella se acercaba, él se fue quitando las prendas de oro, se fue desvistiendo, hasta que sus cuerpos desnudos quedaron muy cerca, pero sólo sus alientos se tocaban. Él la agarró por las caderas, la puso sobre las mantas, ella abrió las piernas, el se montó sobre ella, ella sintió su hombría, y dejó escapar, casi con rubor, un quejido complacido.

Pasaron más días y más madres lloraban en las casas al oír la noticia de la muerte de sus hijos. Nadie sabía dónde estaba la princesa virgen, nadie sabía que había pasado semanas escondida en compañía del Inca, como una nube que se esmera en perseguir al sol más allá del horizonte. Por eso ella no oyó las dos noticias que tenían al pueblo de Cuzco en estado de absoluta excitación: la muerte de Huáscar en batalla, y el avistamiento de una gente extraña en las costas del Tahuantinsuyo. Pero cuando Atahualpa hizo su entrada triunfal en la capital, los gritos de celebración despertaron a los amantes de su idilio, y ella salió corriendo al palacio para lavarse y vestirse y presenciar junto a los que de su familia quedaban la llegada del salvador de piedra por el que tanto había pedido. El nuevo Inca sentado en el trono del Sol, bajo las gradas del templo del Sol, mandó llamar a sus antepasados para que vieran su tan espléndida victoria sobre el tirano Huáscar.

Atahualpa se dirigió a ella desde su alta posición y le dijo, “oráculo y guardiana de Tupac Yupanqui, busca a mi bisabuelo.”

Ataviada de oro, se fue corriendo al templo del Inca acompañada de sus primas, deseosa de sacar a su amante de aquél encierro acético y tenebroso. 

En solemne procesión, las mujeres bajaron las gradas del templo con ella al frente. Cargaban la litera con el trono antiguo, y sentado en el trono antiguo, el Inca momificado Tupac Yupanqui, que por última vez fue enarbolado y recordado por el pueblo que hacía décadas había acaudillado hasta el imperio.

1 comentario

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *