En el barrio viejo de Bagdad, dentro del perímetro amurallado circular que había erigido al-Mansur cuando fundó la ciudad, había una vieja perfumería que según la línea promocional de sus dueños, era “la más antigua en todo el Iraq.” Todo el mundo sabía que era mentira, porque entonces aún sobrevivía el recuerdo oral y cuneiforme de una famosa perfumera llamada Tapputi-Belatekallim al servicio de los primeros reyes de Babilonia. Esto no impedía a Munir ibn Munir al-Mervedi, propietario de la Perfumería de la Ciudad Circular (como se le conocía), vender su producto como el de más exquisita calidad en todo el Dar al-Islam, por encima de “esos farsantes del Hiyaz y los judíos de la provincia persa de Fars”, como a él le gustaba decir.

La perfumería no siempre estuvo en mi familia. El primero que la adquirió fue mi abuelo Munir, quien llegó al Iraq con el ejército rebelde que puso a al-Mamún en el trono. Él me contaba cómo había sido todo, la tropa irrumpiendo en la ciudad, el caos, el saqueo. Entre los predios que habían quedado deshabitados estaba la vieja perfumería, a una esquina de la cárcel, el otrora palacio califal de al-Mansur. Mi abuelo la ocupó junto con otros soldados que con él llegaron. Y como el dueño no apareció en más de un año –incluso cuando los vecinos insistían que pertenecía a un tal Alí– mi abuelo le pagó a sus compañeros en armas para que se fueran. No le salió tan caro el asunto porque muchos ya se habían ido de regreso a Jorasán. Mi abuelo acudió al califa. El emir de los creyentes lo recordó por sus actos de bravura. A cambio de un pago de derechos, al-Mamún reconoció legalmente su apropiación del establecimiento. Un cadí selló los documentos y listo; desde entonces la perfumería ha pertenecido a mi familia. Unos hijos del dueño original aparecieron años después, pero nunca me contaron cómo concluyó aquello.

Munir ibn Munir había expandido considerablemente el establecimiento que había heredado de su padre. Con la compra de la vieja academia mutazilí de al lado –que había quedado desierta tras la persecución declarada por el califa al-Mutawakkil contra los racionalistas– amplió la sala del taller donde se fabricaban los aromas. Entrar a dicha estancia obligaba al visitante casual a llevarse un trapo al rostro por causa del mareo que ocasionaban los penetrantes olores que se destilaban en grandes frasco de latón y vidrio. Con la compra de una pequeña iglesia nestoriana que también había quedado abandonada tras la persecución del mismo califa desdichado, Munir había engrandecido la bodega donde mantenía guarecidos los insumos que hacía traer desde los países más lejanos.

En estos sacos guardo pétalos de jacinto, en aquellos otros de jazmín. Las bolsas sobre las estanterías están llenas de narciso y jonquilla traídas de al-Andaluz. Por aquí tenemos violetas y rosas de Jorasán, las rosas más olorosas del mundo, que por lo que veo se nos están agotando. Ye tú, no olvidar hacer un pedido grande, anótalo. Digo, se trata de un aroma muy popular. Este enorme tonel que ve usted aquí está lleno de hiracéo. ¿Que qué es el hiracéo? Es una roca muy común en Etiopía. Por medio de un proceso muy complicado de sublimación en hornos, libera un aroma extraordinario que matará de un flechazo a cualquier mujer que usted quiera seducir. En aquella hilera de frascos se guarda el aceite de behen, que en lo personal prefiero al aceite de oliva. Pero tengo que traerlos de la India, y a veces, por las guerras, se frena el comercio. Entonces uso los aceites de almendra, más comunes en el Iraq, o incluso mando buscar de oliva a Constantiniya. Ya sé, detesto comerciar con cristianos. ¡Son la gente más deshonesta del mundo! Pero a veces no hay de otra. Ese rostro de Jesús allá arriba no lo hemos podido borrar… ¡Ah, estas botellas de aquí contienen el toque mágico! Alkanna para darle el color azulado a ciertos perfumes dulzones, y sangre de drago para darle color escarlata a los perfumes de olores más ácidos. Esto, querido amigo, es toda una ciencia.

Había otra botella, botella de bronce que permanecía vacía. Munir la mantenía oculta en un gabinete cerrado. Como parte de su plan para congraciarse permanentemente con el emir de los creyentes, el perfumero había ideado un perfume totalmente hipotético, pero que de haber funcionado, lo hubiera hecho uno de los hombres más ricos de los dos Iraqs. Tenía en mente una receta que ni siquiera se encontraba entre las 107 recetas del Libro de la Química del Perfume y las Destilaciones del polímata árabe al-Kindi. Durante mi visita a la Perfumería de la Ciudad Circular, le pregunté a Munir la naturaleza de aquél experimento del cual otros perfumeros rumoreaban. Su reacción no fue la más bienaventurada.

¿Quién le dijo a usted que yo estoy trabajando en un experimento? No debería usted andar regando rumores por ahí. Esas son estupideces, calumnias orquestadas por mis competidores para frenar mi éxito. Yo no tengo ninguna botella de bronce resguardada en ninguna parte. ¿Qué dice? Esas son estupideces. Nunca en mi vida había escuchado una estupidez más absurda. Yo no soy ningún cazador de yinn, ni estoy buscando ningún yinni para encerrarlo en ninguna botella. Ahora, por favor, acompáñeme hasta la puerta.

Esto no me impidió averiguar mucho después que mis sospechas eran correctas, y que Munir tramaba algo incorrecto, sospechas que quedaron confirmadas ante el público luego del incidente que ocurrió tras el ambicioso experimento que había mantenido al perfumero obsesionado por años.

El Corán enseña que Dios creó a los hombres de barro, y a los yinn de la flama de un fuego que no produce humo. Como no producen humo, ha habido teólogos que postulan que el gas que compone sus cuerpos tampoco produce olor. Dicha doctrina es un mero prejuicio, ya que muchos yinn, en efecto, despiden un olor fétido que descubre su identidad con facilidad. Eso los ha hecho, desde los tiempos de Nabucodonosor, los clientes predilectos del negocio de la perfumería. La excepción es un tipo de yinni conocido como yanni que no sólo no produce un olor nauseabundo, sino un olor dulce y renovado, como si el gas que los conformara fuera, en sí mismo, perfume de rosas. Los yann son una especie muy rara, y Munir sabía de la existencia de uno que vivía en Bagdad. Su desquiciado deseo era capturarlo para convertirlo en el ungüento de amor tan codiciado en tiempos paganos. Por medio del ebrio vino logré hacerlo confesar, una tarde polvorienta en una taberna de cuestionable reputación en el barrio izquierdo de Bagdad.

Agarrar a un yinni desprevenido no es tarea fácil. Vuelan. Se hacen invisibles. Cambian de forma. Se transforman en animales. Pero tienen un defecto clave: se dejan seducir fácilmente por la belleza de la juventud… Créame, he pensado en todo. ¡No, no! ¡No me diga que no es posible! Yo… se lo voy a demostrar…

Munir tenía un sobrino que era hermoso como la luna, tan hermoso que las mujeres desfallecían en la calle cuando lo veían, y los hombres se detenían para admirarlo. Procedió, entonces, con su perverso plan. Era una tarde de lirios en un jardín a orillas del apacible Tigris cuando el perfumero trajo al niño con el propósito de ponerlo a vender entre los convivios que se organizaban en aquél lugar frondoso los jueves de todas las semanas. La concurrencia incluía poetas, filósofos, y la típica partida de diletantes de la corte que va detrás de toda persona de talento. El perfumero espiaba desde unos arbustos al niño ofreciendo muestras a aquellos hombres pomposos reclinados sobre alfombras. Ya uno de ellos había despertado sus sospechas en otras ocasiones, y aquella vez, en efecto, se veía más entusiasmado por alagar la belleza del niño que de intentar este o aquél aceite. Determinado a la locura, Munir salió de su escondite y se aproximó al convivio.  

Grandes señores, maestros y amigos, ¿disfrutan de mi gama de productos? ¿Verdad que es buena? ¡Exactamente, ye maestro, ese se lo vendo en cincuenta dírhems! ¿Cómo cree que está caro? Esto no está hecho con aceite de olivas o almendras ni de ninguna mediocridad que vende un perfumero cualquiera, sino del más fino behen del Indostán. Y aquél, ye señor, es de rosas de Jorasán, pero del delicioso valle de Balj, no la porquería esa que se cultiva en el oasis de Saraj. ¿Quieren venir a mi tienda? ¿Cómo que no la conocen? ¡La Perfumería de la Ciudad Circular! Vengan, vengan, y mi sobrino aquí presente, esta ternura de niño, les hará las demostraciones.

En la tienda, Munir tenía preparada una estancia alfombrada y decorada para tales ocasiones. Les trajo té, luego vino, aceitunas y queso de cabra para untar con el pan, todo por la casa, y hasta logró vender tres perfumes. Pero a quien nunca dejó de atender con exagerado servilismo fue a su víctima, un hombre de bigote incipiente y barbilla afeitada que gustaba de portar una pluma de pavo real sobre el turbante en posición diagonal. Munir hasta le dio permiso de acariciar a su sobrino, y cuando la concurrencia ya estaba demasiado borracha, invitó al de la pluma de pavorreal a pasar a una habitación privada. El niño ya se había desnudado, pero permanecía sombrío detrás de una cortina traslúcida, y el perfumero le planteó el siguiente problema al de la pluma de pavorreal. 

Amigo, dígame, ¿qué criatura del tamaño de un hombre es capaz de meter sus orejas y sus pies en una botella como ésta? Lo que usted pregunta es ridículo, dijo el hombre de la pluma de pavorreal. ¿Ah sí? Vea un pie de este niño, vea su piececito desnudo, y dígame si usted no sería capaz de intentarlo por poder ver un poco más de él. Si usted lo intenta, y lo logra, verá mucho más que su pié, y tocará con mucho más que con la mirada. El hombre de la pluma de pavorreal no aguantó el ofrecimiento, dio vueltas por la habitación en medio de su ebriedad, miró el hueco de la botella con cierto pavor, y como por un soplido brusco del viento en el desierto, su cuerpo sólido se convirtió en arena, la arena se convirtió en vapor, y la nube de vapor se metió dentro de la botella. Victorioso, el perfumero la cerró y enroscó, soltando una carcajada incontenible. ¡Ponte de nuevo la ropa, niño mocoso! Ya puedes irte de vuelta con tu madre. Entrégale esta bolsita de monedas de mi parte. Ella ya sabe cuántas son, así que ni se te ocurra quedarte con alguna. Luego echó a la partida de borrachos que permanecían medio dormidos en su tienda. Esperó al anochecer para proceder a la invención de la pócima que había ideado, sin que ninguno de sus trabajadores estuviera, y nadie pudiera copiar su fórmula. 

Desde la botella podía oírse al perfumero susurrando sus ideas, se sintió el cambio de temperatura cuando la puso al fuego, el burbujeo de agua, su desplazamiento a través de tubos. Adentro, el yanni podía oler cómo su propio olor se expandía, incrementaba, se mezclaba con otras cosas que olía, y en oliendo aquella penetrante tormenta, dijo: “¡Lo acepto! ¡Me has timado! ¡Soy un imbécil! ¡Libérame y te cumpliré un deseo! ¡El que quieras!”

“No, mi querido yinni, no es un deseo tuyo el que busco, sino hallar la fórmula para el perfume perfecto. Ya tengo el ingrediente que quiero. ¿Para qué habría de necesitar tus poderes mágicos, cuando con la ciencia puedo alcanzar mi deseo?”

“¿Acaso me vas a matar tan vilmente? ¡Qué dirá de ti el Altísimo cuando te juzgue por este crimen!”

“¿Intentas salvarte apelando a mi conciencia?”

El yanni sintió su cuerpo estirarse y retorcerse en un laberinto de tuberías, vio a través del cristal la figura desfigurada del perfumero, sentía nauseas en su estómago imaginario. Entonces dijo: “¡Yo no soy el insumo que necesitas para lograr el perfume perfecto! ¡Tú fórmula tiene un error!”

“¿Ah, sí? ¿Cuál error?”

“Tienes que abrir una fuga para que mi lado maloliente se escape, y no contamine los aceites que estás preparando.”

El perfumero casi abre la salida recomendada, pero se detuvo y dijo: “Te crees muy listo, ¿verdad? ¿Cómo sé que no huirás?”

“Porque te juro que si me escapo, te cumpliré un deseo. Conoces la naturaleza de los yinn. Sabes que no podemos romper juramentos. Si me liberas, te enseñaré la temperatura necesaria para destilar polvo de yinni. Como lo estás haciendo, tienes un fallo que arruinará tu experimento. Juro decírtelo.”

El perfumero se alejó de los instrumentos y meditó sobre el asunto. “Cúmpleme dos deseos. El primero, que me mostrarás la temperatura correcta para finalizar la poción. El segundo, que volverás a las tuberías cuando me lo hayas mostrado.”

“¡Es un trato!”

El perfumero se acercó, y delicadamente abrió una boquilla, por donde salió algo de humo, cada vez más, hasta que el yanni había salido por completo. “¿Y ahora? ¡Cumple con lo jurado!”

“Dicho y hecho,” dijo el yanni todavía en forma gaseosa.

Desde la torre más lejana de las murallas de la ciudad se oyó la explosión. Un resplandor iluminó por un segundo las azoteas… A la mañana siguiente, cuando los vecinos y las autoridades se reunieron en aquella esquina del barrio circular, hallaron en lugar de la perfumería un cráter negro y nebuloso, pero ni una señal del perfumero ni de su laboratorio. Por semanas (algunos dijeron meses), un sublime olor perfumado inundó el aire de Bagdad hasta en sus barrios más desterrados.

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