Nadie puede golpearnos más fuerte de lo que nos golpeamos a nosotros mismos. Por lo menos es una de las ideas que se han conservado desde finales de los 60’s hasta nuestros días. Año tras año, las nuevas generaciones, la vemos desfilar en los medios de comunicación, en las aulas nuestras escuelas, en el discurso de los políticos, en las mesas de nuestras cocinas; en las academias de ciencias y tecnología, en los talleres artesanales, en las avenidas y callejones de nuestro país. Pero, ¿qué es lo que pasa cuándo el arte nos golpea? 

El ‘fenómeno’ artístico, llamado así quizá más por el contenido filosófico de la palabra que con la etimología de la misma, es un cuchillo de doble filo sin soporte aislante: lo mismo corta que da ‘toques’. No importa si es visual, sonoro, plástico o multimediático, hay que acercarse a él dispuesto a recibir una descarga eléctrica, una quemadura de primer grado, o bien una puñalada en algún órgano vital. He sabido de personas que después de atreverse a experimentar con él, vía el lugar de espectador, han comenzado a ahorrar para un viaje por barco en el atlántico, otras que han comenzado a hacer deporte; ha habido quienes han regresado a la escuela a retomar sus abandonados estudios de ingeniería; quien ha decido divorciarse; o bien aquélla otras personas que, vía la creación de ‘fenómenos artísticos’, han comenzado a fumar y creer en dos modos de hacer arte: el que deja mucho dinero -incluyendo aquí el de las becas-, manteniendo anestesiado al espectador, porque no le interesa dialogar con él; y las que se colocan al margen. Éstas últimas intentan dialogar con el espectador, aunque sin renunciar tampoco a las becas. 

¿Quién gana y quién pierde en este circuito? Discúlpeme por hacerle esta pregunta cuando en líneas anteriores le he tratado de explicar que hay dos maneras de personas que hacen arte y, reduciéndolo, porque esa es mi intención, dos maneras de personas que lo reciben. Una manera entendida y una menos entendida -lo demás es abuso de palabras-. En cualquier caso, la cadena se alargaría si quisiéramos explicar aquí que todo comienza en el creador y termina en él o con él. Si ha tenido fortuna y es medianamente bueno, el público habrá visto circular su obra en cartelera por cuatro semanas. Después, si algún foro estuviera interesado por su obra, gozaría de una vida medianamente desahogada, rodeado de amigos y familiares. De amigos de los amigos y de amigos de los familiares; de críticos que escriben para los críticos -que igualmente buscan mantener una beca o discutir por un premio-, y de otros autores que hacen teatro para otros autores. 

Como quiera que sea, gana o pierde el hecho teatral. La creación de pequeños grupos ‘autosustentables’ también responde a la formación de redes que prometen, por la delicadeza y firmeza de los nudos con los que están tejidos, mantenerlo a salvo y aislado de la contemplación pagana. Recuerdo las ocasiones en las que me ha tocado intentar hablar sobre la obra con algún actor, autor o director. Hay tiempo para la prensa, aunque tenga el medio dos lectores o el usuario no acabe de ver el video-documercial, pero, para el espectador se han creado escuelas de comentario en las que lo que priva, no es en todos los casos el hecho teatral, sino la obra del autor o las obras que un director se esforzado por teatralizar. 

Recuerde, lector que comencé diciendo que el teatro mueve. Lo que sea, como sea que lo haga, pero mueve. De manera violenta, si así se quiere o no; y no únicamente mueve fibras neuronales constitutivas de todas las culturas desde el principio de los tiempos, no únicamente templa a los reyes que viéndose retratados olvidan poner atención al discurso dirigido a las clases más pobres del senado. El teatro, con sus mecanismos sujetos al contexto cultural, recrea acciones posibles y probables en un tiempo anclado a leyes contrarias u opuestas a la del reloj solar y a las del calendario gregoriano. Parte de sus propias leyes y dentro de estas siempre se han encontrado las disputas entre actores, compañías, autores y mecenas —reyes, condes, príncipes, CONACULTA, INBA CONACYT y gobiernos locales—. Pero siempre, entiéndase bien, quien decidirá no arrojar a los representantes de las tablas será el público.

Así funciona la convención. Suponga el fútbol, porque el teatro es como “así… uno se hace fan, hincha, de los colores de un uniforme, del estilo de juego de un equipo, de la dirección técnica y todo, hasta llega a odiar al equipo amado cuando comete errores…,” (palabras de espectador 14-abr.-2018), también es como el box, dice el Colectivo TeatroSinParedes dirigido por Davis Psalmon con base en la idea original de Jorge Maldonado, pero igual puede ser como cualquier otro deporte según se hagan las analogías pertinentes. ¿Cómo es que funciona y tiene éxito una figura de sentido tan simple? Según se entienda desde la historia de la tradición retórica y siglo que se quiera, incluso desde la vanguardia y de la postmodernidad la analogía es un puente entre lo común y lo diverso que se sirve mejor cuando hay ironía y sarcasmo. Éstas dos últimas sí son de hilado fino y no prescinden la mayoría de las veces de la parodia.

De esta manera, si usted decide adquirir boletos para ir a ver a los actores imitar la continua lucha de deseos, ambiciones, poderes, pasiones y discursos polarizados por la estética de lo bueno y malo, del espectáculo cuyo único sentido es aligerar la carga de la pesada vida del espectador, agárrese a la butaca y no espere menos que salir vapuleado de una composición que comienza por vapulear el quehacer del hecho teatral.  

Jue, Vie, Sá: 19 hrs.

Do: 18 hrs.

Edades: 16 en adelante.

Costo: $150 (Gente de teatro, Viernes en bici, INAPAM, Maestros, pregunte descuento en taquilla)

Creador: Gabriel Morales Copyright: Gabriel Morales

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