Mulato Teatro, compañía a la que pertenecen Jaime Delgado, Marisol Castillo, Diego Garza, Jorge de los Reyes, Esteban Caicedo y Fabrina Melón, representantes dirigidos por Alicia Martínez, interpreta la primera versión escénica de Yanga de Jaime Chabaud. Si bien, la propuesta textual de este autor, en su diseño y promoción publicitaria, contiene la idea de que las semillas libertarias en tierras americanas en tiempos de la Nueva España son anteriores a los movimientos revolucionarios reconocidos por la historia oficial, e invita, por otro lado, a considerar la consolidación hispánica desde la perspectiva de quien observa la síntesis de culturas diversas, termina por atrapar la contemplación del espectador gracias a la fuerza espectacular que adquiere el asunto de la trata y esclavitud de personas en función de los deseos más perversos de sus personajes. 

Desde la superficie del discurso libertario hasta la profundidad del discurso opresor, con música, danza y cantos, los espectadores son transportados de un espacio a otro —en los alrededores veracruzanos, y la Ciudad de México— y de un tiempo a otro —de 16012 a 1609 y de vuelta—  en tanto que miran pasar ante sus ojos las intenciones bajo las cuales se manipula la verdad. El espectáculo, en este sentido, facilita el ritmo de la exposición discursiva de la obra, que se complica más por lo que promete y no concreta.

Jorge de los Reyes y Diego Garza, representantes de la fuerza conciliatoria eclesiástica jesuita, el primero, y de la fuerza justiciera militar, el segundo, son fuertes expositores de la continua discusión de sordos que repara en momentos de tensión cuando se trata de definir la naturaleza de la raza negra, su utilidad en las nuevas tierras y su razón de ser para la existencia. Aunado a esto, Esteban Caicedo y Fabrina Melón —ecos acotadores— puntualizarán de manera enérgica, en cuadros escénicos alternativos la crueldad y bestialismo de la razón civilizatoria en la captura, traslado, comercio y destino final de la mercancía humana en tierras veracruzanas. Por fuertes que parezcan las líneas anteriores, así el planteamiento: la composición describe la cosmovisión del hombre barroco, coquetea con referencias literarias igualmente barrocas y expone su perspectiva de la misma manera, pero desde el siglo XXI.

¿Dónde queda aquí el protagonista, Yanga? La construcción episódica de la composición no contribuye a destacar la figura libertaria del personaje. Por el contrario, la focalización de la trama tiende a su degradación, jalando la vista del espectador a lo más íntimo. Yanga, el negro que levanta la voz, el negro cimarrón que organiza revueltas es retratado de manera romántica, casi ridícula para mover las fibras de discursos contemporáneos opuestos si se toma en relación con Santiaga, su pareja —interpretada por Marisol Castillo— y con el sector religioso. El problema de una paternidad insegura, la debilidad del hombre que se muestra herido por una supuesta infidelidad, el hombre cuya culpa es vivir amancebado son los pretextos temáticos que caracterizan al personaje; y no hay en él sino la propuesta desgastada de tono posnaturalista sustentada desde lo que para Chabaud es un personaje “visto desde la ficción.” 

Entonces, ¿lo que calla la historia oficial es la vida privada de un personaje, pero es la más atractiva espectacularmente hablando? Para responder conviene considerar con Martínez Álvarez que “la población afrodescendiente en México no ha sido reconocida oficialmente, [que] existe con la fuerza de su sangre, con su música, sus formas de vida” —asuntos estos que sí manifiesta la puesta en escena—. Pero no se debe perder de vista que la memoria es encantadora de serpientes, y cuando se trata de plantear discursos de sectores marginales puede resultar un tanto condescendiente y poco objetiva su intervención. Vale preguntarse si para el oprimido no es marginal el discurso del opresor y viceversa, porque la composición no termina de proponer alternativas en torno a la naturaleza de la raza negra y de cualquier otra cuya autenticidad, producción cultural y voluntad se hallen sometida a la de otra; tampoco plantea las ideas libertarias de un individuo. Estas ausencias hacen de la composición una pieza espectacular diversa que se regocija en la expresión escénica de la violencia ejercida a la raza negra. 

Si el discurso visto desde esta perspectiva es trascendente o no, recuérdese la Verdadera de Bernal, o bien el caso de Antón Chino o el Sabio, el esclavo embustero (Adell Gras, 2015) y agregar que Yanga no es la única leyenda negra existente en la que la buena voluntad no es suficiente cuando el corazón de la humanidad apela a la piedad para la consecución de condiciones decorosas para su existencia. Y así puede entenderse la conjuración de los negros de 1612 que cuesta 35 personas de color, pretexto también contenido en la pieza de Chabaud que trae a colación muertes y desapariciones en el resto de la república mexicana.

La dignidad de un discurso no reside únicamente en recordarlo; tampoco hay dignidad en aquellos quienes, beneficiándose de él, lo transforman en vasija vacía, cuya única función es la de ser contemplada por las miradas obscenas a través de un cristal más o menos claro una vez que han exprimido el contenido. Una mirada historiográfica, por otro lado, en ocasiones lo oscurecería por cuestiones de adscripción ideológica. Sin embargo, desde el planteamiento de la ficción teatral, el discurso tristemente se relativiza, aunque adquiere energía, fuerza, intención en su teatralidad.

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