La última vez que la muerte me halló, sentí mis cinco elementos disgregarse lentamente en la tierra, en el agua, en el fuego, en el aire… en el espacio. Luego, al recordar mis otras muertes, la última fue la más impactante, aunque ni de ella nada quedó.
Cuando regresé a Nueva York, Theodore Roosevelt acababa de ganar la reelección, y el puerto estallaba festejando el triunfo del neoyorkino. Renté un tugurio deplorable en Chinatown, en el estridente cruce de Bowery con Canal Street. Luego de haber viajado tanto en el extremo de Asia, no me sobraba ni un centavo de mi fortuna. Tampoco me importaba mucho, pues hacía años que había renunciado a la riqueza, y de pronto en el corazón de Manhattan me sentí, mutatis mutandis, como en Lhasa o en Pekín. Un maestro en los barrios atestados de Guangzhou me dijo que en un sueño había visto a un iluminado (quiero decir un Buda) viviendo en una isla entre dos ríos, poblada con gente de cien idiomas (“más gente que todos los granos de arena de las orillas del Ganges” afirmó), y que aquella isla quedaba en el continente americano. Esa ciudad no podía sino ser Nueva York. Por eso me vine.
Conseguí un trabajo en el negocio de las frutas, en el turbio mercado chino de Mulberry Street, a media cuadra del nuevo parque que habían construido, dizque para controlar el crimen y la pobreza del viejo y demacrado barrio irlandés de Five Points. Ese trabajo me resultó útil para alcanzar la meta que me había propuesto: rastrear y encontrar a ese supuesto “iluminado” del que me había hablado el maestro de Guangzhou (al no iniciado le resultará extraño que yo hubiera alcanzado el fin del mundo en busca de la sabiduría oriental, y que, finalmente, hubiera terminado dando el giro copernicano y terminado en Occidente. No, en cambio, para el que conoce el estado de corrupción en el que se encontraba China – por no hablar de Japón – a las puertas del siglo veinte). Todas las mañanas, un anciano sacerdote taoísta bendecía los altares del mercado dedicados a los Cuatro Dioses Celestiales y a Caishen. Él me orientó a un maestro budista que administraba un templo en el último piso del 93 Baxter Street; un salón amplio que ostentaba sobriedad, y al fondo una estatua dorada que vi al entrar, una estatua hermosísima que me oprimió el corazón y me dio ganas de llorar, una estatua del bodhisattva Guan Yin que me invitaba a aproximarme y arrodillarme ante sus pies, y por un momento me cuestioné si estaba viva, o si estaba yo soñando o despierto. Pero el maestro apareció detrás de una columna y torpemente rompió mi conmoción saludándome con cortesía. Pareció no darse cuenta de que había quebrado el lazo instantáneo que se había creado entre mí y el bodhisattva al contemplar yo su mirada cerrada en la estatua (no lo consideré un gran maestro después de aquél incidente).
En una de las tradiciones milenarias que recuentan una de las vidas previas de Buda, el bodhisattva, habiendo reencarnado entre la raza de serpientes nagas, optó por escapar de los reinos subterráneos para dedicarse a la meditación en soledad sobre un hormiguero a la sombra de un gran árbol nigrodha, para en otra vida renacer como un dios. El templo en el 93 Baxter St. no era más diferente que sentarse en posición de loto sobre un hormiguero. La instrucción del maestro espiritual no era necesariamente más útil, pero era el único centro budista en Manhattan en aquellos años, y ansioso por más pistas, me uní a las ceremonias religiosas, participé en los rituales colectivos de meditación; logré evocar – así fuera vagamente – la paz interna que había hallado en el Tibet. Pronto un aconteciendo curioso llamó mi atención: unos doce o trece practicantes – todos chinos – se sintieron atraídos hacia mí, quizá porque era el único occidental entre ellos, quizá porque era el único de ellos que habían visitado el Palacio Potala en Lhasa – incluso cuando en aquella oportunidad no me había sido conferido el conocer a esa encarnación de Avalokiteshvara afamada en el mundo como el Dalai Lama, pero el haber peregrinado a una ciudad que en China había alcanzado el grado de mitológica me confería entre los chinos de Nueva York cierta aristocracia.
Lo más probable es que esa admiración – que eventualmente incluyó al mismo maestro – nacía del hecho de que yo alcanzaba niveles de meditación considerables, y que incluso sobrepasaba al maestro. Lo supe porque un día abrí los ojos y los demás me observaban con veneración absoluta: habían transcurrido casi veinticuatro horas inmóviles desde que me había sentado, hasta el momento en que volví en mí. Todos decían que yo ya había alcanzado el nivel de los arhats. Pero yo no me sentía diferente (aunque, quizá sí: pues había dejado de comer – al punto que con dos o tres verduras al día me bastaba – dormía cuatro horas, y ya no sentía el impulso de agradarle a los demás. El mundo me era indiferente, y si bien un psicólogo de hoy hubiera podido diagnosticarme con depresión clínica, la verdad es que no me sentía ni un poquito infeliz, sino invadido de una alegría carente de euforia, carente de aspiración, de una paz eterna que no impedía mis labores diarias, las cuales hacía completamente complacido y carente de todo rencor).
¿Cómo había alcanzado tan fácilmente ese estado de elevación, cuando todos mis esfuerzos en Oriente no me habían levantado demasiado de mis cinco elementos?
Un día que bajé al puerto vi hacia el horizonte y contemplé la totalidad de la esfericidad terrestre… Esto no es fácil de explicar… Primero fueron las velas de los barcos de vela, el humo de los barcos de vapor, sus tripulantes; más allá contemplé otras tierras, miles de ciudades, centenares de miles de avenidas, millones de rostros distintos. Volcanes y montañas y palacios, bosques oscurísimos, campos sembrados de coliflor, un desierto inacabable, un río color vino; el río Ganges. Vi un océano descomunal y muchas islas y más tierras y ciudades, vi una calle atestada de gente, caballos, carretas, tranvías, y al final de la calle, vi mi espalda. Y pensé me estoy volviendo loco. Pero fue un pensamiento frívolo, mezquino, inútil: Claramente algo insólito me estaba ocurriendo, y sin darme cuenta me estaba dando cuenta de todas las cosas. Hubiera podido caerme de bruces del puro vértigo, pero, finalizada la visión, me hallé en perfecto equilibrio de mis cinco elementos, como si aquello hubiera sido una simple bocanada de aire fresco (luego aprendí a evocar este poder a voluntad, y hubiera podido dejar al más talentoso de los cartógrafos sin trabajo de haber dibujado un mapa con todos los secretos de la Tierra).
Otro día vino a pedirme consejo un vecino del mercado, y en medio de dos montañas de naranjas vi en su pecho una nube negra, compacta, densa, y cuando la toqué, sentí el karma de muchas vidas acumulada en amargura y desdicha, y vi esta nube renacer en cien vidas más; unas donde alcanzaba la gloria, otras donde moría infeliz. Caminé los pasillos del mercado viendo las vidas futuras de toda la gente, oí sus llantos por las muertes de seres queridos, me abrumaron sus quejidos futuros en las noches en que una enfermedad los hacía miserables, me encontré rodeado del sufrimiento de todos los seres humanos expresados por el centenar de hombres y mujeres que se hallaban ese día en el mercado. Este poder me hizo famoso en Chinatown en menos de una semana. Venían a pedirme consejo, a implorarme que les revelara secretos de vidas futuras. Cuando neoyorkinos de ojos azules comenzaron a acudir a esas sesiones, me vi obligado a mudarme a otro lugar, porque no mucho después empecé a ser atormentado por periodistas.
Sin embargo, con todo este poder, no alcanzaba el secreto de la omnisciencia. ¿Y para qué? Ya de por sí todo mi alrededor había cambiado: ya no veía las apariencias, dejé de ver al mundo como agregados de conceptos y entendí, finalmente, por qué el mundo está vacío de contenido. Agarré todos los constructos de mi mente y los substraje de todos los objetos de mi casa, primero; del templo, después; de las calles, finalmente. El resultado era una continuidad de materia sin diferencias internas, una masa en movimiento, más nunca separada ni bifurcada, y aunque el mundo estaba lleno de colores, logré separar todos los colores y todas las figuras de todos los rincones a donde mis ojos se dirigían. De pronto todos los olores fueron un solo gran olor, todos los sonidos, un gran sonido. Aquello era la más pura y prístina de las sabidurías…
Sentado en meditación, como se suponía que debía acontecer, vinieron a mi mente el recuerdo de todas mis vidas pasadas: recordé cuando fui una hormiga laboriosa que murió aplastada por un elefante; recordé un bosque en el que brincaba con las patas águilas de un antílope; recordé una vez que fui un tigre bebiendo agua en un río y los gritos de mujeres espantadas; recordé cuando fui un águila, un conejo y una serpiente. Recordé que había sido alguna vez un niño pobre en las calles de Babilonia; o cuando fui un tallador de estatuas en el antiguo Egipto; recordé una guerra a caballo en la que me negué a participar; y cuando fui un poeta ciego en una de las ciudades de la antigua Grecia; recordé a mi madre en mil maneras, a mi padre en mil otras: recordé a un sabio con rostro tan sereno que su imagen hubiera podido acabar con todas las guerras. Ese sabio me enseñó la Ley y la Verdad, tocó mi frente y me dijo: algún día tú también vas a ser el bodhisattva.
Yo había ido a Oriente en busca de la sabiduría y la paz, pero él me dijo que ese conocimiento lo encontraría de vuelta en mi tierra. Ese conocimiento, obviamente, era yo. ¿Pero quién era yo? Es una pregunta obvia cuya respuesta está oculta, pues si hemos vivido muchas vidas, incontables vidas, ¿quién de todos ellos somos nosotros? ¿Somos el antílope, la serpiente, el hombre o el dios? ¿Somos el clemente o el cruel? ¿El rey o el mendigo? De igual forma que todo en el espacio está vacío de contenido, también lo está todo lo que se expande en el tiempo, por lo que siendo todos, al mismo tiempo somos nosotros. ¿Pero cómo? ¿Si no somos más que un agregado de materia, sentidos, sentimientos, voluntad y conciencia (como enseño Gautama), qué somos? Si con la muerte se separan estos elementos, y con la reencarnación vuelven a unirse, ¿qué queda en el medio? Si no queda nada en el medio, nosotros no somos nada. Y el nirvana es el estado en el que finalmente somos algo, y por eso es un estado tan feliz y bienaventurado. Sólo somos, cuando somos Buda.
Estas palabras las dije en el templo del 93 Baxter St., cuando ya todo el mundo sabía que el único maestro podía ser yo, y todos me admiraban y me imploraban que los ayudara en sus vidas a vencer sus demonios, cuando los públicos de oyentes ya no estaban integrados solo de orientales, porque en masa vinieron los hombres y mujeres de ojos azules, y también los periodistas. Fue en una de esas muchas reuniones para meditar y bendecir que cerré los ojos y vi el rostro de Gautama, y me dijo que sólo me faltaba una última revelación, “para lo que debes abrir los ojos y mirarte en el espejo a tu espalda.” Obedecí y caí en cuenta de una verdad enorme: el espejo era la estatua de Guan Yin; yo era Guan Yin. Entonces entendí todo, até todos los cabos, respondí todas las preguntas. Entonces entendí por qué no me habían dejado conocer al Dalai Lama del Tíbet, y me habían hecho esperar doce días en una habitación de espejos. Entonces entendí que aquél maestro sabio de los barrios de Guangzhou era otro bodhisattva, que me había reconocido y visto mi karma y mi destino. Buda, con una voz sutil, me dijo: “No has terminado de entenderlo todo, porque todavía no eres Buda. Pero lo puedes ser si así lo decides. O puedes quedarte en la tierra, ser un bodhisattva, y continuar salvando a cientos, a miles, a cientos de miles de seres humanos. ¿Qué escoges?”
Yo ya conocía la respuesta: “Escojo ascender al nirvana, y por primera vez, ser.” Sentí como me separaba de mi cuerpo material; de la tierra, del agua, del fuego, del aire y del espacio que lo componían: sentí mis sentidos despegarse de mí y quedarse apegados al cuerpo. Juzgué mis sentimientos y los declaré inútiles en una existencia sin cuerpo, así que atrás de mis sentidos se fueron. Juzgué mi voluntad; carecía de propósito sin los brazos y las piernas para ejecutarla, así que la dejé irse detrás de mis sentimientos. Finalmente alcancé un estado donde mi conciencia sólo concebía pensamientos puros y eternos, pero me di cuenta que mi conciencia no era otra cosa que pensamientos, y opté porque se uniera a todos ellos. De mí no quedó nada, ni siquiera el recuerdo, aquél recuerdo impactante de mi última muerte.
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