Luego de una agotadora sesión en la Academia, estudiando la más abstracta concepción del cosmos desarrollada hasta la fecha, Proxágoras bajó a la playa con la mente nublada y la frustración del estudiante que no se cree a la altura de la filosofía avanzada. Su maestro, un médico y veterinario, le había insistido en la necesidad de aprender de memoria el Timeo de Platón, y ciertos pasajes de las Leyes (especialmente el argumento que vincula a la música con Dios) como base para entender en plenitud el complejo tratado Sobre la Providencia de Plotino. El programa incluía el estudio de textos selectos de los estoicos.
Pero Proxágoras prefería a Aristóteles; quizá porque divertía mucho más su mente, en vista de que era un joven muy analítico e inclinado a la lógica, y no particularmente afanoso de doctrinas místicas – tan populares en aquél siglo –, pues su padre había sido un escéptico y su madre estaba abandonando a los antiguos dioses por cultos orientales ajenos a la tradición de Homero y Hesíodo. A esto súmenle que la mayoría de sus compañeros eran oriundos de Italia, y aunque todas las lecciones fueran impartidas en griego, sus compañeros pasaban los ratos libres hablando en latín, lengua que a él, como buen heleno, se le hacía bárbara (incluso cuando era la lengua del imperio desde hacía varios siglos). Por eso era que bajaba a la playa, porque le gustaba sentarse en los restos mohosos de un bote abandonado a contemplar la paz de los barcos en el mar. A la derecha el dique llamado Heptastadion que se extendía más allá de las murallas blancas de Alejandría; detrás la punta de oro del gran faro.
Aquél día, atribulado por una lección de filosofía neoplatónica, Proxágoras imaginó la siguiente ocurrencia: había estado estudiando el tratado de Aristóteles Sobre el Cielo, en parte porque le interesaba mucho la cosmología, en parte por distracción de las faenas cotidianas del programa de estudio (“¿Quién lee Aristóteles por distracción?” se mofaron de él sus compañeros). Y es que Proxágoras disfrutaba mucho del estilo apodíctico de Aristóteles, especialmente su refutación de la doctrina pitagórica que afirmaba que los astros se desplazaban en las esferas de los cielos; afirmación que implicaba, por necesidad, cierto sonido cósmico. La inclinación poética de los pitagóricos los llevó a afirmar que tal ruido escapaba a la percepción del oído humano porque, en vista de la eternidad del movimiento de los astros, había estado siempre allí, por lo que era un sonido de fondo que era indistinguible del silencio pues, al nunca haber dejado de sonar, era imposible saber qué era el silencio verdadero. Además añadían que tal ruido de fondo debía ser una suerte de música cósmica de los astros. Aristóteles concedió el argumento a los pitagóricos de la siguiente manera: “Tales aserciones suenan bien y melodiosamente, pero es imposible que suceda de ese modo” (Sobre el Cielo, II, 290b, 30), y procede a explicar cómo objetos de tal magnitud como los astros provocarían un sonido proporcional a tal magnitud que causaría estragos y destrucción en el mundo sublunar; pero como eso no sucedía, los astros debían estar fijos en las esferas de los cielos, y que debían ser las esferas de los cielos las que se desplazaban con los astros insertos en ellas, como una barca se desplaza en quietud sobre las aguas del Nilo. Entonces Proxágoras imaginó como sería el mundo si los pitagóricos estuvieran en lo correcto, y los astros fueran los que se desplazaran en los cielos:
Vio la noche y la Luna y el carro de plata de la diosa Selene y sus dos caballos blancos purísimos cabalgando desde el oriente, los oyó cabalgar con tal estruendo que el mar se agitó furioso y las olas se elevaron y devoraron el Heptastadion; los barcos, los trirremes, los quinquirremes, se volcaron, la oscuridad del mar se los tragó; el puerto de Alejandría, por una ola inmensa, invadido. Proxágoras oyó los gritos de pavor de los alejandrinos corriendo en dirección opuesta al mar, pero los ríos que se formaron en las calles bañaron todo lo que en el medio se encontraron. Sólo el gran faro se levantaba en medio de las olas, resistente y orgulloso con su cabellera de fuego alborotada por el viento. Vio luego a Mercurio, veloz, solícito, amanecer por el horizonte, y a su paso el roce de sus pies alados sonaban como un millón de aves furiosas. Todas las especies de animales y hombres del mundo por un momento perdieron el oído, sangre brotó de sus orejas, muchos quedaron sordos de por vida. El faro aguantó el choque de todos los pájaros. Luego vio a Venus, brillante, irresistible, como una perla celeste que produjo un canto, un silbido de flauta tan intenso, que dominó el corazón de todos los hombres y mujeres, y como por un fuego interno indomable, cayeron unos sobre otros en un deseo desesperado por procrear. En muchos fue tanto el ardor que sus cuerpos se prendieron en fuego. La cabellera del faro, más ardiente que nunca, pudo haberlo incendiado todo, pero se mantuvo incólume con la templanza más rígida de Séneca ante la injusticia inminente de Nerón.
Todo se mantuvo quieto por un instante, y luego de ese instante se oyó, mucho antes de que emergiera del horizonte, un ruido imperioso de timbales retumbando con tanta fuerza que el cielo entero ¡se iluminó! Apareció primero la corona del Sol, luego el Sol, luego la barba del Sol, y el mundo colapsó en terribles incendios y sequías y una mortandad apabullante bajo las pisadas iracundas de los cuatro caballos de fuego que arriaban el carro de Helios. Vio Proxágoras los brazos levantados de todos los sacerdotes de la Tierra implorándole al Victorioso que no los matara a todos, que perdonara a una parte de la humanidad. Así se ocultó el Sol por el poniente y el estruendo de sus timbales ardientes se disipó. El faro, en silencio, había apagado su llama como para no competir con el rey y no atraer la atención de su venganza.
Luego oyó Proxágoras el retumbar de trompetas de ejércitos, y contempló con horror a Marte rojo, funesto, cruel, aparecer con la intención de declarar la guerra a la vida y al mundo. Las trompetas tronaron, las marchas de todos los ejércitos estremecieron, la tierra vibró y muchos edificios y mercados y murallas colapsaron. Se oían gritos de gente sepultada pidiendo auxilio, pero el faro, como una falange, aguantó. Detrás de Marte apareció Júpiter severo, y las nubes se arremolinaron a su alrededor, y no fue música con la que castigó al mundo sino con una espeluznante tormenta de truenos, que se convirtieron en rayos, que se convirtieron en pavor en el corazón de los humanos; los animales huyeron, los árboles fueron despedazados y reducidos a astillas. Y el faro, impactado en los costados, se tornó del color del hierro. Finalmente vio a Saturno, que al principio entró en silencio, pero porque estaba tan lejos que el ruido de su desplazamiento parecía sordo. Fue una vana esperanza. No había alcanzado la cuarta parte del cielo cuando del suelo (porque Saturno siempre habla desde el suelo) emergió un rumor, que se convirtió en rugido, que se convirtió en estruendo, y un terremoto incalculable sacudió al mundo, quebró la tierra y abrió grietas que se devoraron torres, templos, palacios, incluso la Academia se había perdido en la profundidad más agobiante… finalmente, el mar se abrió y al faro la tierra se lo engulló… Todo quedó en silencio. Proxágoras, contemplando tanta devastación, oyó de pronto el sonido de los grillos, un canto coral armonioso y tranquilo, pues habían salido las estrellas.
“¿Qué estás haciendo?” le dijo el dios Hermes que se había aparecido en su mente sentado a un lado sobre una piedra que había emergido de la tierra por el temblor.
“Me preguntaba cómo sería el mundo si los pitagóricos tuvieran la razón.” respondió Proxágoras. “Ahora creo que sólo la tuvieron respecto a las estrellas.”
“Sin embargo el mundo fue creado equilibrado,” dijo el dios. “No imagines la repetición del cataclismo que hundió a la Atlántida, porque tales pensamientos se convierten en obsesiones que nublan el juicio y enloquecen a los sensatos. Recuerda, son los cielos ríos intercalados de éter, y el éter no suena, ni se ve, ni se toca; por eso oculta los secretos más vastos del universo.”
Y Proxágoras despertó de su sueño.
Un cuento de Luis Roncayolo.
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