Vivimos en el presente, recordar el pasado requiere tiempo. ¿En nuestra era cibernética, acelerada, quién se toma todavía un momento para volver la mirada hacia atrás? ¿Para ir al teatro o leer una reseña? ¿A quién le parece vital evocar los fantasmas del pasado? 

Si tenemos estas preguntas en mente, el tiempo que se toma “Teatro desde la grieta” para recibir a sus espectadores representa un gesto significativo. Cada una y cada uno es saludado de manera personal, recibe un sobrecito y un mezcal o vino. En vez de prisa, el equipo irradia cordialidad y simpatía. Los actores parecen preocupados por su público, reparten abanicos y advierten: “Al rato va a hacer calor.” Son detalles que preparan el convivio y fortalecen la relación entre los presentes.

El trabajo de este laboratorio de creación escénica es congruente desde el inicio hasta el final, como el hecho de no recibir aplausos, sino de despedirse con una canción y una carta. El texto dramático fue elaborado en conjunto por Francisco de León y Bruno Ruiz (conocido también por “Trans” y “Esto no es Daisy”). Se trata de una dramaturgia inteligente, empática y completamente personalizada, pues se basa en recuerdos de los integrantes, de sus familias y en otros fragmentos de textos que les parecían memorables. Dado que los actores narran sus propias historias, están comprometidos con el proyecto y así en cada función se entregan con cuerpo y alma. El ejemplo vivo es Bruno Ruiz quien cumple a la vez el papel de técnico (luz & sonido) y de músico (toca la guitarra y canta). Entre todos se apoyan, no hay protagonismos. 

Los “rememorantes” (o actores) que se subieron al barco de esta aventura son Daniela Bustamante, Jorge Rojas y Dulce Mariel. La última afirma que “Esta obra me ha movido mucho.” 

Y aunque cuenten sus historias personales, éstas inevitablemente son tocadas por la historia oficial del país que hizo cambiar sus rumbos. Se aluden los levantamientos violentos en Morelia (1963), debido al movimiento contra la expulsión del ex-rector Elí de Gortari de la Universidad de Michoacán. Se recuerda que el próximo año se cumplirán los 50 años de la matanza en Tlatelolco. El terremoto de 85 y la devaluación del peso en 1982 son otros incidentes que afectaron a diversas familias mexicanas. Los integrantes reflexionan en torno a la relación entre un naufragio y una historia de amor. Paradójicamente, a veces dos personas se encuentran o se enamoran gracias a un fracaso previo. 

Los recursos escénicos de “Teatro desde la grieta” son múltiples, no se repiten. Se ve que tienen experiencia con el teatro documental. El tono predominante es testimonial y honesto para advertirnos que lo que se está presentado realmente pasó. Con inteligencia el espectador es llevado por un baño de emociones. Alegría, festividad, tristeza, angustia y nostalgia son algunas de ellas. Para iniciar, los actores nos relatan un recuerdo positivo que dura justo el tiempo que tarda un cerillo en quemarse. ¿Estamos listos para prender nuestra memoria? Todos los detalles —como las proyecciones multimedia, las canciones, los cambios de atmósfera— enriquecen el collage escénico que está lleno de contrastes. 

En una obra que trabaja el tema de la memoria, las fotografías tienen un lugar primordial. Sin embargo, el grupo no se conforma con su uso común, sino las convierte en reflexiones. Por ejemplo, al inicio nos describen una foto, sin que la veamos, lo cual permite un espacio para la imaginación. Recordar tiene que ver con la re-invención del pasado. En este sentido, la escenografía apoya la idea de una memoria que no se puede desligar de los huecos y olvidos. Por eso los cuadros en la pared están vacíos. ¿Con qué deseamos llenarlos? ¿Qué nos parece digno de ser memorado? Es interesante observar cómo la foto no puede sustituir a la palabra. Tanto la foto como la palabra son necesarias para recordar, se complementan. En este campo conmemorativo, la música ocupa también un papel destacado, pues tiene la capacidad de refrescar la memoria de manera insólita. Cada vez que volvemos a escuchar una canción amada, nos traslada al pasado y provoca las mismas sensaciones. En el caso del son jarocho la música es herencia oral, pero representa también una tradición que se puede reinventar (al componer nuevas coplas).   

Uno de los momentos más notables de “En la ruina de los náufragos” es quizás el testimonio de Alcira Soust Scaffo, uruguaya que se encerró en los baños de la facultad de filosofía y letras durante la entrada de los casi 10 mil soldados en la UNAM como medida represiva en el 68. La traducción de este hecho real en un acontecimiento escénico me movió especialmente las entrañas. El cuadro vivo está compuesto por las dos actrices de perfil apoyadas en la pared, las sombras proyectadas encima de sus cuerpos que dejan ver unos soldados con rifle y la densidad del humo de cigarro. Pero no nos quedamos en esta atmósfera asfixiante, nos liberan. Se abre una gran ventana que forma parte de la sala de Casa Actum, y así entra la luz de la calle real, como una luz esperanzadora y una ruptura más. 

En el trabajo se aprecia igualmente la reflexión sobre los objetos, pues son los que sobrevivieron el paso del tiempo y quedaron como testigos. Por ejemplo Daniela Bustamante enseña un par de zapatos de la zapatería de su abuela. Un espejito recuerda los ojos de una abuela que se pintaba con su ayuda los labios. Una cámara antigua es usada para proyectar luz sobre las caras de las actrices. Pero también observamos que no toda herencia es material: para Daniela hacer teatro significa seguir las huellas de su padre-actor. Jorge Rojas contribuye el elemento cristalino a la puesta en escena, pues cambiar vidrios de las ventanas era y sigue siendo el negocio de sus padres. Dulce Mariel no sólo explica por qué una verruga se puede ver bonita, también hace reflexionar sobre lo que era el amor en otros tiempos. Su padre se tuvo que esperar 8 años antes de casarse con su madre.    

Para mí esta generación de creadores encabezado por Bruno Ruiz no ha fracasado, al contrario, transformaron el naufragio en un hecho escénico amoroso. El teatro parece ser un barco que puede salvar vidas, que puede otorgar un sentido a las existencias de sus hacedores pero también al pasado. No siempre se logra encontrar esta congruencia y profundidad en un proyecto, pero en este caso sí, dado que la herencia familiar se convirtió en un hecho teatral, en semilla. 

Al parecer, mientras no se olviden los fantasmas del pasado y mientras sigan las olas de mar, hay esperanza. También el público se convierte en un pedacito de memoria del espectáculo e incluso esta reflexión, redactada un día después, formará parte del mosaico, es como un espejo o vidrio más de la obra. 


Dorte Jansen 5.09.2017

Foto de portada: Alberto Guevara “Camongue”

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